I. Matías
Anoche, en el momento que Emilia me trajo el tazón de avena me acordé del río y empecé tararear quedito la canción que silbaba mi abuelo al emprender las excursiones al ojo de agua. Lo hice suave, sin alzar la voz, porque si Emilia me oye se pone desdeñosa diciéndome que estoy loco y que sólo vivo de recuerdos. A mí me gustaría que entienda que no vivo de recuerdos, como ella dice, sino que vivo con recuerdos. Pero la Emilia no entiende de estas cosas. Así es Emilia, al hacer caricias araña. ¡Quién me iba a decir a mí que Emilia tendría esos desmanes! Cuando la conocí me parecía toda delicias, incluso al hablar se me figuraba que sus palabras eran notas musicales. Yo a Emilia la quiero mucho y cada día más, quizás porque ahora sé lo que tiene y lo que no tiene, lo que es y lo que no es. Antes, cuando salíamos a caminar con Toño y María y los demás, no le veía más que los ojos, ella me hablaba con los ojos y yo trataba de penetrar en su brillo. Ahora lo hace con todas las curvas de su cara ajada por los años. Mirarla y saber lo que tiene no es tan sencillo, en cada pliegue guarda un detalle, aunque yo he aprendido a descifrar todas y cada una de esas arrugas porque las he visto nacer. Sé perfectamente cual es cual y hasta casi podría decir el día y la hora en que brotaron. Me acuerdo de la que está arriba del ojo derecho, esa apareció después de que se casó Rosario. En fin ¿en qué iba? Quizá ya estoy envejeciendo porque se me van las horas en recordar y en cuanto me doy cuenta ya estoy recordando otra vez. Emilia todas las tardes, hacia el final, se pone a tejer y dice que siempre repito "¿Te acuerdas Emilia…?" A mí ya se me confunde si mi memoria evoca lo que sucedió ayer en la noche o fueron sucesos de hace treinta años. Emilia me dice: “Pero si eso es de ayer” o “lo que dices pasó hace treinta años”. Yo me quedo callado, al fin y al cabo qué me importa si sucedió la noche anterior o treinta años de noches, igual se queda suspendido en el tiempo, y ahora ya no es a menos que lo traiga a la memoria, es decir, que sea o no sea depende de mí. Mejor no se lo explico a Emilia porque me dice que sólo digo incoherencias.
Cuando Emilia hace avena le pone miel. Ella sabe que a mí me gusta la miel porque así la tomaba mi padre: avena con mucha miel. Aunque Emilia cada vez que se acerca con el tazón en la mano no puede dejar de exclamar que me hará daño tanta miel y que le roba el sabor natural y que no sabe a qué tanto empeño por quitarse la salud... Al principio yo trataba de explicarle que avena y miel son una combinación perfecta, así lo decía mi padre, además de que comerlas juntas es como traer a padre de nuevo a casa; ella ponía cara de interés y yo me esmeraba en transmitirle mis conocimientos acerca de esta combinación. Ahora no necesito decirle porque ya lo sabe: al dejar el tazón con avena encima de la mesa, sólo intercambiamos una mirada y queda dicho todo lo que sabemos sobre avena y miel. Es curioso, me parece que apenas conozco a Emilia y al mismo tiempo sé de antemano lo que dirá. No cabe duda, tanto tiempo bajo el mismo techo nos ha dado cierta compenetración.